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RefleCine

16.8.05

OrejaS

"Un egoísta es aquel sujeto que se empeña en hablar de sí mismo cuando tú te estás muriendo de ganas de hablarle de ti". - Jean Cocteau

Un señor iba caminando por la calle cuando, de pronto, una anciana se le acercó y comenzó a hablarle sin parar. Poco entendía el hombre, pero la señora le dijo que él tenía orejas grandes y que despropósito sería no escuchar a la gente con semejante aparato auditivo. Lo cierto es que nuestro amigo quedó pasmado, sólo atinó a deshacerse de ella lo más rápido posible. Al llegar a su casa, frente al espejo notó que sus órganos auditivos habían crecido con respecto al día anterior.

La mañana siguiente, otra vez en la calle, una horda se aproximó a él, todos hablaban sin parar. El hombre corrió desesperado mientras era seguido por aquellos deseosos de desembuchar sus historias. En la huida, preguntaba a los gritos por qué le contaban eso a él, a lo que se le respondía siempre lo mismo: sus orejas invitan a hablar.
Fue inquietante cuando se tocó y las sintió exageradamente enormes, lo que lo llevó a deducir que cuanto más le hablaban, más crecían. Se detuvo frente a la gran masa hablante y los encaró.

- Que mis orejas sean gigantes no les da derecho a no respetar mi voluntad, y ¡yo no quiero oírlos más!

Mala idea fue la de rechazarlos, ya que ahora debía oír la réplica de cada uno de ellos. Una paloma que iba volando bajito y que estaba acostumbrada a ciertas proporciones humanas, no supo medir la distancia, por ende, acabó incrustada en los infinitos laberintos de la palangana que tenía por oreja.

El buen hombre pensó que al ingresar a su vivienda el crecimiento se detendría. Debió plegar sus antenas en cuatro, cual pañuelo, para entrar en el ascensor y luego traspasar la puerta de su hogar. Allí dentro, ya calmado, esperó que el silencio generara el efecto opuesto y sus orejas retornaran al tamaño “medium” que solían tener. Pero su familia le hablaba, el teléfono no dejaba de sonar, y hasta sus vecinos le gritaban cosas por la ventana.

Desesperado, el buen hombre orejudo se lanzó por la ventana para acabar con su angustia. A su pesar, sus orejas le sirvieron de paracaídas y su aterrizaje fue suave como una pluma. Ni bien tocó el asfalto, tanta gente se acercó rodeándolo que hasta el menos sensato especularía que fue para socorrerlo, pero cierto es que comenzaron a hablar. Después de superar un leve ataque de pánico por el asedio de la muchedumbre, intrigado por lo que tenían que decir, trato de oír a uno de ellos. Uno pensaría que decían sólo trivialidades, pero a veces es grande la necesidad de liberar las palabras que hieren el interior de cada uno.

Fue escuchando uno a uno los relatos y de pronto, habló. ¡Ya los escuché, hice lo que querían, ahora déjenme en paz, por Dios! No debés sólo escucharnos, debés comprendernos también, debés aconsejarnos. Yo los entiendo, pero sean concientes de mi angustia, ¿Quien me oirá a mí? Vos no naciste para hablar sino tendrías una boca gigante, tu don es escuchar. Todos podemos hablar y hablaré. Mientras el hombre decía sus verdades, las caras atentas tornaban de la incredulidad al desconcierto. Al oír, oír, oír, los hablantes, devenidos ahora escuchas, sintieron una picazón a ambos lados de sus cabezas e iniciaron la escapada inmediatamente, no vaya a ser cosa que sus orejas crezcan desmesuradamente y se conviertan en confidentes de la gran masa hablante. (CB)


 
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