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RefleCine

5.9.05

Sótano

Dicen los que ingresaron en el sótano, que al entrar ya no se puede salir, que la mejor forma de evadir su oscuridad es familiarizarse con ella, hacerse oscuro, liberarse uno de su propia sombra. Son mitos como muchos otros, creo.

Bajé las escaleras huyendo de la claridad enceguecedora de la superficie. Allí abajo, la inmensa oscuridad te envolvía. Pasé un tiempo recorriendo los rincones de aquel lugar que, por cierto, era enorme, frío y húmedo hasta los huesos. Cada tanto, escuchaba voces, susurros ininteligibles. Una gota de agua golpeaba contra el piso y parecía medir el tiempo muy precisamente, fue hacia allí mismo donde me dirigí.

A medida que el ruido de la gota se hacía más intenso, una pequeña luz empezaba a divisarse. Ahí, la vi. Una personita sentada en el piso se aferraba a una diminuta lámpara como si su vida dependiera de ello. Tímidamente, me senté junto a ella. Por un rato, ninguno de los dos nos movimos ni dijimos una sola palabra hasta que levantó la lámpara, me enseñó su cara y ella vio la mía. Sentí que la conocía desde siempre: su cuerpo-poesía, su feliz tristeza, su estar como ausente.

Me hizo una seña y salimos a caminar a través de la oscuridad con su farol, que nos guiaba entre lo tenebroso de ese universo. Era nuestro farol, y su luz nos daba calor. Casi no hablábamos, no lo necesitábamos: con sólo mirarla sabía lo que pensaba, y viceversa. Íbamos juntos sin separarnos, realmente me sentía acompañado con ella. Los gestos, las risas, las casualidades. Todo estaba en su justo lugar. Ella era verdadera, yo era casi feliz.

Había más gente alrededor, se los podía oír, pero éramos como las dos últimas personas de la tierra. Aunque cada tanto se acercaban algunos deseosos de ver el camino, no compartíamos nuestra luz con nadie.

Fueron las palabras las que desataron el escándalo. Ella apagó la luz repentinamente. Nunca supe por qué lo hizo. Dijo que no quería recordarme. Luego, sólo la voz y el tacto nos conectaban. Tomé el farol con mis manos e intenté prenderlo otra vez. La llama, mucho más tenue que antes, y su encendido repentino llamó la atención de muchos que se acercaron a nosotros. Miles de caras y voces se interpusieron. Pude verla alejarse lentamente hasta que la oscuridad la absorbió. Grité su nombre (que no repetiré aquí) pero no tuve suerte, la había perdido en un océano de gente.

La luz se fue apagando y la multitud se fue alejando hasta quedarme completamente solo. Vagué sin rumbo, no podía distinguir las distancias, más allá una llama se encendió.

Me acerqué para verla ya acompañada por otro de los habitantes de la oscuridad. Intenté los mismos gestos, risas, casualidades, pero esa luz ya no era la misma. Sentí que el corazón y el estómago se comprimían, la tristeza más infinita, la incomodidad absoluta. Yo ya no pertenecía a ese lugar.

Me alejé hasta hacerme oscuro. Subí las escaleras a rastras, y contrariando al mito, crucé la puerta para salir a la superficie luminosa. Al atravesar el umbral, un haz de luz quemó mis retinas. Sufrí una perdida de memoria momentánea, y sin proponérmelo, fatídicamente me encontré de nuevo en el sótano. Otra vez las voces, la gota, la personita aferrada a la luz en sus manos. (CB)


 
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