Palabras postergadas
Charly había estado recluido en su habitación casi toda su vida. Un día salió o lo dejaron salir. No había hablado jamás con nadie. Tenía las palabras postergadas.
Fue a una plaza y se sentó al lado de una chica bonita. Dijo sólo “hola”, y Marisa, la chica bonita, empezó a contarle toda su vida, dejándole a Charly sólo breves espacios de silencio entre oraciones, suficientes para decir “aja”, o asentir con la cabecita. Marisa iba por su fiesta de quince, sin embargo, Charly no aguanto más, se levantó y se fue.
Llegó a un bar y pidió sentarse con unos abuelos que tomaban ginebra y gritaban mucho. Escuchó atentamente lo que decían, pero nunca le dieron lugar a sus palabras. El debate sobre los burros era aburrido, sobretodo porque, según la mayoría, el caballo que llevaba todas las de ganar se llamaba Aburro. Se tomó otra ginebra, se levantó y se fue.
Caminaba solo por la acera, con un dolor interior. Supuso que eran las palabras postergadas que hacían presión por salir. Temía explotar en cualquier momento, así que se compró una faja y se la puso alrededor de la cintura.
Vio, a lo lejos, una forma de hablar. Tenía que haber algún lugar donde uno pudiera quejarse libremente y ser escuchado. No existe tal lugar, al parecer. Debería ser el Congreso o alguna asamblea. Abrió una asamblea en la plaza, empezó a hablar pero nadie lo escuchaba, era inútil, si lo que necesitaban sus palabras postergadas era ser escuchadas, no sólo fluir por ahí a la deriva. Se cansó y dejó la plaza.
Se fue al desierto. En un radio de cientos de kilómetros había sólo soledad. Se sentó en el piso y se concentró. La faja se rasgaba y su boca ya no podía contener esa marea. Un tsunami de palabras emergió por su boca inundando el desierto y generando una inmensa ola que se dirigía hacia la ciudad más cercana, prometiendo una catástrofe lingüística. Las palabras, ardientes por la presión que ejercían por salir, eran una suerte de lava hirviendo más que pura agua cristalina con letritas.
La vorágine llegó a la ciudad arrasándola por completo. El continuo bombardeo de palabras carbonizaba la cabeza de la gente convirtiéndolos prácticamente en peleles inertes deseosos de consumir ansiolíticos y electrodomésticos.
Charly, que había sido un proyecto científico ultra secreto financiado por una multinacional capitalista, fue a la central en Manhattan y cobró su cheque por los servicios ofrecidos. Se contrató un psicólogo y vivió más o menos tranquilo con su mujer, dos hijos y un jardín muy verde. (CB)
Fue a una plaza y se sentó al lado de una chica bonita. Dijo sólo “hola”, y Marisa, la chica bonita, empezó a contarle toda su vida, dejándole a Charly sólo breves espacios de silencio entre oraciones, suficientes para decir “aja”, o asentir con la cabecita. Marisa iba por su fiesta de quince, sin embargo, Charly no aguanto más, se levantó y se fue.
Llegó a un bar y pidió sentarse con unos abuelos que tomaban ginebra y gritaban mucho. Escuchó atentamente lo que decían, pero nunca le dieron lugar a sus palabras. El debate sobre los burros era aburrido, sobretodo porque, según la mayoría, el caballo que llevaba todas las de ganar se llamaba Aburro. Se tomó otra ginebra, se levantó y se fue.
Caminaba solo por la acera, con un dolor interior. Supuso que eran las palabras postergadas que hacían presión por salir. Temía explotar en cualquier momento, así que se compró una faja y se la puso alrededor de la cintura.
Vio, a lo lejos, una forma de hablar. Tenía que haber algún lugar donde uno pudiera quejarse libremente y ser escuchado. No existe tal lugar, al parecer. Debería ser el Congreso o alguna asamblea. Abrió una asamblea en la plaza, empezó a hablar pero nadie lo escuchaba, era inútil, si lo que necesitaban sus palabras postergadas era ser escuchadas, no sólo fluir por ahí a la deriva. Se cansó y dejó la plaza.
Se fue al desierto. En un radio de cientos de kilómetros había sólo soledad. Se sentó en el piso y se concentró. La faja se rasgaba y su boca ya no podía contener esa marea. Un tsunami de palabras emergió por su boca inundando el desierto y generando una inmensa ola que se dirigía hacia la ciudad más cercana, prometiendo una catástrofe lingüística. Las palabras, ardientes por la presión que ejercían por salir, eran una suerte de lava hirviendo más que pura agua cristalina con letritas.
La vorágine llegó a la ciudad arrasándola por completo. El continuo bombardeo de palabras carbonizaba la cabeza de la gente convirtiéndolos prácticamente en peleles inertes deseosos de consumir ansiolíticos y electrodomésticos.
Charly, que había sido un proyecto científico ultra secreto financiado por una multinacional capitalista, fue a la central en Manhattan y cobró su cheque por los servicios ofrecidos. Se contrató un psicólogo y vivió más o menos tranquilo con su mujer, dos hijos y un jardín muy verde. (CB)
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