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RefleCine

14.1.06

Santa TV

Sentados a la mesa cual feligreses en la iglesia, estaba esa familia escuchando una plegaria, una oración del cura, sólo que ésta vez, ese lugar en el altar lo ocupaba el televisor. Raro y moderno santuario de estos tiempos, la televisión, comparte algunas características con Dios Padre Todopoderoso: es omnisciente, omnipresente, omnipotente y todo lo manipula a su antojo.

El aparato aparece situado a la cabecera que el padre abandonó oportunamente. Los demás miembros, aparecen sentados cada uno a 45º grados de inclinación hacia la luz divina que se irradia como miles de colores y sombras. A cada publicidad, a cada palabra del noticiero, todos dicen amén.

Pero uno de ellos no mira hacia el mismo lugar. Observa a los demás caer en la tentación, en la sagrada vorágine hipnotizante que controla las mentes de todos y cada uno. Se niega a mirar, se aburre, se indigna y no entiende la pasividad receptiva de sus congéneres. Sólo falta que se arrodillen para estar a la altura de las circunstancias.
La vida de un televidente es indigna, aunque se acostumbre a decir desde el aparato luminoso que el televidente no es idiota, que el televidente elige, que el televidente ve algo realmente.

Él se para e intenta concentrar la atención. Nadie advierte que una chispa salta del televisor y no más imágenes en movimiento. El televisor queda completamente muerto, sólo un hilo de humo y un olor a quemado espantoso. Estupor por doquier.

- “¡Ven, lo tienen todo el día prendido, era obvio que se iba a quemar! Llamen al técnico, al service, está en el manual, fíjense”, dijo el que se paró.

- “¿Cómo al técnico?¡Hay que llamar al médico! ¡Él es el único que lo sanará!”, vociferó la madre atónita. El otro se quedo pasmado, el televisor ya tenía carácter de humano.

El médico-técnico llegó como a las dos horas de este incidente. Abrió el aparato ante el estupor de los presentes, e hizo el típico gesto de resignación representado en el movimiento pendulante de la cara hacia los costados y la contracción de los labios como si le hubieran pisado las bolas.

Lo cerró y lo dejó ahí mismo. Le dijo a la madre que no tenía arreglo y que no iba a cobrarles nada. En ese instante, el obsoleto aparato se encendió súbitamente. “Alabado seas Señor Televisor”, se oyó en las cuatro esquinas.

El incidente fue malinterpretado como una resurrección y por consiguiente, como la comprobación fehaciente del carácter divino de la caja boba. La familia se arrodilló, incluyendo al no creyente, ateo, blasfemo, sacrílego, profano, escéptico, impío, agnóstico o libre pensador del hijo, y una luz que parecía emerger por detrás del televisor (en realidad era el sol que se abría paso entre las nubes y esparcía sus rayos a través de la ventana) le dio el toque que faltaba a este episodio televisivo religioso. Los rezos y plegarias se extendieron hasta el presente.

Este hecho fue real. Sucedió un 30 de febrero de 1967 en algún lugar de Buenos Aires. Creedlo. Tal como le creen a la televisión o a su religión. (CB)

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